lunes, 29 de agosto de 2011

El problema del estómago

Es posible pasar un día entero en la cama sin movernos apenas. Pero tenemos un estómago muy exigente. Nos somete al hambre y nos empuja a apaciguarlo. Una y otra vez. El estómago es un órgano inquietante, amenazante. ¿Cómo sería nuestra existencia si el pan no fuera una necesidad para conservarnos y sobrevivir? Supuestamente sería tranquila. El trabajo para la obtención del pan no sería necesario. No tendríamos que sudar ni ensuciarnos o encallecernos las manos. No tendríamos que excretar ni lavarnos los dientes. ¿Así que podríamos dormir bastante sin los afanes cotidianos, sin la paranoia de las grandes ciudades? No me parece. El sueño, como el hambre, significa que el cuerpo necesita recuperarse del cansancio, del desgaste.

Sin hambre ni sueño, estaríamos siempre despiertos de día y de noche. Infatigables. ¿Ahora qué? Cruzaríamos los brazos con alguna perplejidad y el mundo se nos aparecería en toda su majestad. Sí, tendríamos una vida muy ociosa. No seríamos esclavos de nadie. No tendríamos que preocuparnos de nada urgente. Podríamos hacer lo que queramos. Podríamos ser simplemente contemplativos. Admirar un crepúsculo con una sonrisa. ¿Seríamos, pues, felices?

Creo que nos faltaría algo, si no fuésemos absolutamente tontos: comprender por qué existimos y para qué. Si no lo comprendiésemos, no seríamos plenamente felices. Creo que seríamos muy desgraciados. Entretanto, ¿seríamos artistas, creadores de obras deleitables, como un Leonardo o un Tiziano? Podríamos más bien no ser artistas, no hacer nada productivo. ¿Para qué una catedral, una escultura, una pintura, una sonata, un poema? Además, ¿para qué un cuchillo, una lanza, una ballesta? Sin hambre ni sueño, estaríamos bien. No sufriríamos; no nos quejaríamos; no lloraríamos. Las obras artísticas nos serían superfluas y hasta extrañas. Simplemente andaríamos, vagaríamos por el mundo... intentando comprender por qué y para qué estamos aquí.

Después de todo, hay tristes problemas. El cuerpo humano, aunque parezca siempre joven e incorruptible, es frágil. La carne puede cortarse y sangrar, los huesos pueden romperse, los dientes pueden pudrirse. Además, hay cosas pesadas que levantar, como las piedras. Es posible dejar caer con torpeza una pesada piedra y herir la uña del pie. Los gemidos del dolor sí serían patéticos. Hasta es posible que un energúmeno quiera matarnos. Tendríamos entonces que huir, perdiendo la tranquilidad. Es también posible, sin duda, que un meteorito nos destruya. Muchos eventos son posibles en el mundo, algunos infortunados para nosotros.

Otro triste problema, acaso el principal, es... ¿Ya lo sabéis? ¿Qué acto, casi siempre inconsciente, se realiza en nosotros y sin el cual tarde o temprano moriríamos? La respiración. ¿Qué hacer, pues, con los pulmones? Añadamos sin muchas vueltas: sin hambre, sueño ni respiración. Ahora sí sería más fácil transitar por el mundo. Astutamente, por supuesto: no sea que nos aplaste un meteorito o nos despedace un energúmeno. Si de pronto el sol nos calienta demasiado, refugiémonos a la sombra de un árbol. Si de pronto la nieve nos enfría demasiado, hagamos una fogata. ¿Qué problema nos molestaría, por lo demás?

La cuestión trascendental: ¿por qué existimos y para qué?

Corolario: «No sólo de pan vive el hombre». Una profundidad profundamente profunda.

Jorge-Alberto

viernes, 26 de agosto de 2011

El arte y sus nudos...


Siempre me ha inquietado la concepción que las personas tienen sobre los artistas y el arte en general. He escuchado muchas veces que los padres y madres de familia procuran tener a sus hijos desde pequeños en actividades artísticas y lúdicas pero ¿para qué? Para mantenerlos ocupados, para que hagan “algo productivo”.
Me he dado cuenta de que estos niños, a medida que van creciendo, van tomando camino hacia algo que les gusta más: pintura, música, danza, teatro, etc., pero a sus padres ya no les parece que eso sea “algo productivo” y ya no les interesa tenerlos ocupados en estas actividades porque ahora lo más “importante” es el colegio y es este el lugar en donde precisamente sus hijos van a desaprender lo que ya habían podido conocer y experimentar. Los colegios y centros educativos en general tienen como prioridad la enseñanza de ciencias y “humanidades”, dejando al arte relegado a un último lugar.
¿Pero por qué tienen la creencia de que el arte no es importante? ¿Acaso no se dan cuenta de lo presente que está en nuestras vidas? Todos hemos cantado, bailado, pintado, actuado alguna vez; estas actividades hacían parte de nuestros juegos infantiles y podrían haber sido vistas no sólo como un juego sino como parte fundamental de la vida.
Crecemos entonces con la idea de que lo más importante es estudiar algo que nos de mucho dinero en el futuro: matemáticas, química, ingeniería, derecho, economía, administración, etc., etc.; pero eso sí: “no se le ocurra ser artista porque se muere de hambre”.
¿Qué pasa cuando todo el mundo se come este cuento? Que nuestra sociedad es llena de gente enferma y estresada: médicos, ingenieros, abogados y demás; personas llenas de vacío, con una necesidad absurda de conseguir más y más dinero, más y más cosas.
Esta es una sociedad desligada de la naturaleza, una sociedad de zombis que van de la casa al trabajo y del trabajo a la casa sin siquiera detenerse un segundo a contemplar un arco iris o una flor ¿y por qué? Porque el arte que es el que provee al hombre de esa capacidad de contemplar y de admirar y el que le permite ligarse a la naturaleza, fue puesto en el último lugar por “su falta de importancia”, porque no da plata, porque no cabe en esta sociedad de consumo.
Y con todo esto no digo que no hayan artistas, sino que éstos, muchas veces, se dejan contagiar por esa onda consumista y dejan de hacer arte por mero placer para hacer “algo productivo” que les genere muchísimo dinero y no se dan cuenta de que poco a poco han ido perdiendo ese sentido de ser artistas, ese sentido de hacer del arte una posibilidad de unión con lo natural y hasta con lo espiritual.
El arte debería brindarnos sanación, debería permitirnos entrar en estados de conciencia y de armonía entre la mente, el cuerpo y el espíritu; debería permitirnos una mejor comunicación y convivencia con los seres que nos rodean y por todas estas razones, debería ser más importante en todos los centros educativos. Desde la infancia deberían apoyar este tipo de expresiones artísticas porque todos y cada uno de nosotros debería tener alma de artista.

Carolina Correa Molina

jueves, 25 de agosto de 2011

El nudo de la libertad


La libertad es prerrequisito para lograr la felicidad, si es que se puede lograr. Si sentimos que no podemos ocupar nuestro tiempo en las actividades que queremos, no podremos ser felices. Porque esas actividades son las que le dan un plus de sentido al objetivo natural de sobrevivir y prolongar la especie. Porque como dice Henry Miller, “hay que darle un sentido a la vida, por el hecho mismo de que carece de sentido”.
Ahora bien, los mayores impedimentos en la vida moderna para el desarrollo del ser humano se manifiestan, lamentablemente, en el terreno económico. El gobierno y la sociedad coartada por este, exigen trabajo desmesurado y mal pagado y el consiguiente consumo material. No hay tiempo para otras actividades, y como dice Thoreau, a propósito de los obreros, “de tanto trabajar, los dedos se les han vuelto torpes y demasiado temblorosos. Realmente, el jornalero carece día tras día de respiro que dedicar a su integridad; no puede permitirse el lujo de trabar relación con los demás porque su trabajo se depreciaría en el mercado. No le cabe otra cosa que convertirse en máquina.”

Ya no trabajamos como en la Edad Media para un amo al que Dios ha elegido. Ahora trabajamos directamente para el dios del consumo, que es un deus ex machina colocado en el escenario de la vida para solucionar nuestras tragedias y comedias. Los que están detrás del escenario manejando al dios del consumo también utilizan su dinero para tratar de llenar de sentido su vida con excentricidades, infructíferas finalmente.
Así pues, el postulado principal de la modernidad (tanto en el modelo capitalista como en el comunista) es producir lo que más se pueda. Nadie puede pretender trabajar menos ni consumir menos, so pena de salir del sistema, con las funestas consecuencias que eso trae. Un ejemplo de esto son las formas indirectas de coartar la producción: es común que por ejemplo, se obligue a un campesino a que tenga que producir cierta cantidad de productos para poder entrar en el mercado. O a un profesor se le exige un mínimo de horas para poder trabajar en una institución.
Hoy en día es poco probable que se pueda llevar a cabo la propuesta de Henry Miller de retirarse al campo y producir tu propia comida, porque el campo es de unos pocos terrateniente. Y si tienes la fortuna de poseer o comprar una pequeña  parcela de tierra, tendrás que explotarla brutalmente para poder pagar los impuestos y sobrevivir. Si no lo haces así terminarás perdiendo la tierra, que finalmente será vendida a terratenientes. De todas maneras observemos cómo Miller instaba a sus lectores a que llevaran una vida con libertad:

Todos los que se preguntan, ingenuamente, cómo vivirán sin venderse a ningún dueño; más aún, se preguntan, una vez hecho esto, cómo encontrar el tiempo para llevar a cabo sus vocaciones. Ya no piensan en ir a cualquier desierto o lugar salvaje, en ganarse la vida cultivando la tierra o trabajando a salto de mata, en vivir con lo mínimo indispensable. Se quedan en las ciudades, en las metrópolis, revoloteando de una casa a otra, inquietos, miserables, frustrados, buscando en vano el encontrar una salida. Deberíamos decirles en seguida que la sociedad, tal como está constituida, no presenta salidas, que la solución está en sus manos y usándolas podrán obtenerla.

El gobierno y la sociedad capitalista ahogan las posibilidades de felicidad. También los asuntos culturales han sido invadidos por la plaga del capitalismo salvaje. Los eventos que se hacen, más que procurar un bienestar de la sociedad, se centran en un objetivo comercial de enriquecimiento abismal por parte de las multinacionales (industria editorial, discográfica, etc.). Las becas y los trabajos están dirigidos a personas que se hinquen para recibir el yugo. Las convocatorias de empleo incluyen ahora un apartado que dice “aspiración laboral”, un increíble insulto al valor del trabajo ¿Y dónde está el gobierno para controlar tales abusos? Sobre todo el gobierno no nos permite ser felices.

Los invito a que sigamos el consejo de Henry Miller y soltemos el nudo de nuestra propia libertad, para que “en cambio de trabajar por la paz, tendríamos que empujar a los hombres a relajarse, a dejar de trabajar; a tomárselo con calma, a soñar y a ociar, a perder el tiempo. Retiraos en los bosques, si encontráis uno. Pensad en vuestros pensamientos durante un tiempo. Haced un examen de conciencia, pero sólo después de haber gozado plenamente”.

Wilson Palacio

De nudos y otros demonios


Entre más sencillo tú lo ves, más difícil se me hace: ese es el resumen, en eso sintetizo yo todo aquello que hago, todo aquello que digo, todo aquello que soy.  Tal vez suene a mentira si escribo para uno de los cursos que veo este semestre, que mi vida es relativamente feliz, y que he hecho lo que he querido con ella, que lo he hecho cuando lo he querido y de la manera en que lo he querido, sonaría muy pretencioso, e incluso aparente, pero no lo es.
Es cómico, sabes, escribir sobre los nudos que hay en mi vida; lo he pensado, le he echado cabeza al asunto y no me surgió ninguna idea de cómo hacer un ensayo académico con retacitos de mi vida, entonces, decidí escribirte esta carta- e-mail, a ti, que estás lejos, al otro lado del procesador y que también has estado aquí, conmigo, dándome muchos abrazos. ¿Te había dicho que me encantan los abrazos? Bueno, eso es otro asunto.
Yo solo podría hablarte de tres nudos en mi vida, el primero, soy yo misma, sí, ya sé, lo estás pensando, tienes toda la razón, por fin lo reconozco, pero ese nudo, no podría llamarlo nudo, es más, a ninguno podría llamarlo nudo, más bien creo que son frenos, yo soy mi freno número uno, freno de mano que llaman, el que más detiene;  el segundo es mi señora madre, sí, mi mamá, y el tercero no está muy desligado de ella: es mi familia.
En el taller de escritores hace ya algunas sesiones, Jairo Morales nos decía a los talleristas, a razón de anécdota, que a medida que uno se va volviendo viejo va entendiendo muchas formas de actuar de los padres. Mi primera conclusión de eso fue: Yo ya envejecí. Porque realmente yo entiendo, comprendo y disculpo a mi mamá,  y a mi familia.
Tal vez suene algo folklórico la manera en que lo digo, pero no lo es, después de mucho pensar y dialogar conmigo misma (y con otros) he llegado a la conclusión de que las prohibiciones han hecho parte fundamental de mi formación personal, de mi constitución como ser humano, tal vez sin ellas no sería yo, no sería la típica “niña buena” o “la mujer con la que no se sueña jamás” que describe Ricardo Arjona en sus canciones, o el “Corazón coraza” de Benedetti, ni me identificaría con Marcela en el “Café nostalgia” de Zoé Valdés, no sería la lectora apasionada por el lenguaje y su tratamiento, ni tomaría té helado y leche deslactosada, ni me vestiría de jeans, camisetas y tenis, o en su defecto, jeans, blusas, sacos y chaqueta.
De las prohibiciones aprendí a llegar temprano a casa, a leer poesía para sentirme bien, a comer frutas y verduras, a no comer chitos ni empaquetados que me causen gastritis, a no darle mi número de celular a extraños y mucho menos a desconocidos; de los regaños aprendí que no burlarme de aquel que tiene una discapacidad física, que las personas con las que ando también definen el tipo de personas que soy yo, que mi cuerpo es mío y es un territorio seguro; del ejemplo aprendí que tener dinero no te asegura la felicidad, que vale más una sonrisa en mi cara que la certeza de haber complacido a todo el mundo, que vale más estar colorado un ratico, que pálido para toda la vida por no quedarse callado.
Por ende, creo que podría hacer una lista interminable, señalando e incluso justificando todo eso que critiqué durante mi vida, durante toda mi adolescencia y que ahora después de muchas vivencias y muchos otros factores que tú conoces de memoria, pero que yo no he de expresar en una clase, agradezco las prohibiciones, los regaños, las negaciones, los muchos no que me dijeron, porque gracias a eso, hoy soy parte de lo que soy, y no sé si es que me considero la dueña del circo, o que tengo el sartén por el mango en todas los aspectos de mi vida, pero ese malestar que me causaban las discusiones infundamentadas con mi mamá, con mi papá, y con mi hermano, ha quedado atrás, en el olvido, en simples recuerdos, que no se olvidan, pero que ya no duelen, y ya no duele porque simplemente me descubrí y los redescubrí a ellos en la distancia, y tal vez, porque no hay cosa que el tiempo no sea capaz de curar, o no sea capaz de poner en el lugar donde corresponde.
Eso de extrañar a las personas siempre me ha parecido un sentimiento capaz de educar a alguien, porque cuando decidí alejarme de mis papás, por venir a estudiar esto que estudio y que me gusta mucho, ahí comencé a ver realmente que nunca me decían un “no” por  capricho, o bueno, no siempre, y que todos los discursos moralistas que me recitaba mi mamá hasta tres y cuatro veces por mes, configuraron mucho de lo que soy, sobre todo mi parte ortodoxa, e intransigente, lo que no ha de cambiar en mi, ni en mil años de vida, mi esencia.
Entonces, ni mi familia, ni mi madre son nudos, ni frenos en mi vida, mi mamá fue la única que apoyó desde un principio la inexplicable idea de querer estudiar algo de lo que apenas si se conoce su nombre, más bien, yo, si soy mi freno, pero ¿cómo y para qué cambiar formas de pensar, de creer, de soñar, de ver, de querer, de amar, si con ellas estás satisfecho y te sientes feliz?
Bueno, te lo he dicho mil veces, ahora que ya no me dicen que no a nada, ahora que tengo la total libertad de salir, entrar, dormir, no dormir, comer no comer, soy yo la que decido quedarme en casa el sábado en la noche a ver películas, leer un poco y escribirte interminables correos, escribirte, leerte, hablarte; de salir los jueves a comer pizza, tomarme una cerveza y llegar antes de las 11, o como lo haré hoy, salir de esta clase e ir a cine un lunes por la tarde, porque Woody Allen tiene una nueva película con un nombre bastante sugestivo para mi gusto. Soy yo, la que decido, la que pienso, la que siento, la que considera que no tiene motivos ni razones para no hacer lo que quiere, para no reír, amar, llorar y sufrir si es el caso, la que opta por hacer de una tarea del seminario de gestión cultural, una excusa más para escribirte, para decirte que estoy bien, que estoy realmente contenta con todo lo que está pasando, con mi trabajo monográfico que le resta mucho tiempo a mi vida de descanso y a mis lecturas por gusto, con mis tres perros comiéndose mis zapatos, con un beso largo que me dan en las mañanas, y con los abrazos y la bendición de mi mamá antes de salir de mi casa.
También te extraño, creo que soy una niña bastante intensa al decírtelo tanto, pero te extraño y estoy haciendo un itinerario bastante grande para cuando vengas, ya falta poco, y tenemos que desatrasarnos en detalles, en por menores, en anécdotas. No me presiones, yo voy al paso de la tortuga, o como un elefante, pero eso que la gente ve tan fácil y sencillo, yo lo complico o lo torno difícil, pero a la larga siempre lo resuelvo, por eso hoy, con el auspicio de Alejandro Sanz: Entre más sencillo tú lo ves, más difícil se me hace. Y Ahí voy, perdonando, leyendo, amando, pensando, viviendo.

Alba Sánchez Escudero 

lunes, 1 de agosto de 2011

Viaje al sexo*

Para los filobasurólogos

¡Hay que acabar con el mundo! Se decía mientras iba hacia su casa en bicicleta. En los momentos de tristeza y soledad inmensurables, cuando de antemano le habían recordado que el mundo no coincidía con ese insano amasijo de ideas que las novelas caballerescas le habían arrojado a la cabeza y que nunca llegaría a ser un él real al cual ella pudiera amar o un sí mismo en el que encontrara motivos para no odiarse, en esos momentos, él se proponía acabar con el mundo y se autoproclamaba vengador de su irrealidad.

¡Hay que acabar con el gran verdugo de la realidad! Se decía, cuando era obligado y se obligaba después, a poner los pies sobre la tierra. Entonces se montaba en la bicicleta y con la desazón producida por el sueño interrumpido como combustible, pedaleaba y pedaleaba, sin tocar el suelo. Así con la velocidad, el movimiento y el aire que le golpeteaba el rostro; la calle, los árboles, los perros, los edificios, la gente, en otras palabras, todo lo que resume y compone el mundo, se transformaba en un solo vómito de imágenes en el que no se podía distinguir nada y por el cual todo volvía a una génesis de palacios, prados, tigres, ejércitos, reinas, molinos, mujeres menesterosas de amor, amigos, fiestas… espejismos a su antojo. De este modo, él se extraía de la realidad y ésta parecía fallecer en el pequeño big bang de bicicleta durante los diez minutos que tardaba en regresar a su casa.

No obstante las mil veces que había intentado acabar con el mundo en ruedas, mil y una veces éste se había regenerado. Con el tiempo y el esfuerzo, sus piernas de anciano y su corazón con cadencia de redonda no dieron más, además su vieja bicicleta andaba para ese entonces sin frenos y con los rines por llantas. Pensó que si no había podido acabar con el mundo era porque tenía la esperanza de reconstruirlo, sin embargo, reconstruir el mundo constituía para él una tarea harto difícil, era un tipo de hazaña digna de un reino de ilusiones enfermas, de viajes y amores realizables sólo al alcance de la letra y la memoria, tal como lo habían advertido su ama y su sobrina.

Consiguió una bicicleta de motor y armado ahora con casco y rodilleras, cruzó de nuevo el umbral y exclamó:

¡Excusadme  vida mía por hacerte numen de mis utopías!

*A veces el nombre no corresponde con el bautizado.